Los 5.000 olivos de Taldarroba soportan los más de 42 grados centígrados del verano y las gélidas temperaturas bajo cero de diciembre. Cuando llega el otoño, como si de un milagro se tratase, ahí está el fruto, el máximo exponente de la naturaleza, para transformarse en ese oro líquido verde tan codiciado. Una pequeña isla en el inmenso mar olivarero de España, que acoge más de 280 millones de olivos, de los que algo más del 10% se encuentran en Extremadura. Un lugar donde el más preciado legado de padres a hijos ha sido el mensaje del respeto a la tierra, tierra donde se combinan discreta y caprichosamente tres elementos fundamentales como son el suelo, el sol y el agua, para poder perpetuar año tras año una tradición tan antigua y mediterránea como es la producción del aceite y el vino, lugar donde la única transformación del fruto se encomienda a la naturaleza, en ocasiones cruel e implacable y otras muchas generosa y confortadora.